Si hemos de hablar acerca de la presencia de lo bello en el
arte de hoy, con toda seguridad los discursos se verán enrevesados porque lo
bello, o lo que queda de su sensación, parece haber desaparecido a tal punto
que, en vez de provocar sutiles transformaciones, genera profundas sospechas.
La belleza, al menos como una discursividad más opera en nuestra sensibilidad
como un estadio de percepción posibilitada por estrategias del misterio, ese
misterio producido por las cosas simples, pero también por la propia extrañeza.
Dentro de la extrañeza encontramos los efectos seductores a
través de los cuales sintonizamos nuestra percepción occidental de la mirada
basada en lo expectante hantológico, sobre todas aquellas imágenes producto de
performatividades en crisis hacia presencias asertivas, ambiguas si se quiere,
pero de todas maneras configuradas en planos de exhortación e incluso
advertencia. Las obras de arte comparten ese deber poder querer al que se
refería Kant en la metafísica de las costumbres, ya que en ellas se maneja
grados de potencia que finalmente terminan por actuar a su voluntad en lo que
ellas determinan.
Las potencias representan finalmente capacidades de los
seres humanos que deben querer para contener lo sublime del abismo
inconmensurable del espacio oscuro, con cada diseño, composición, grafía,
buscan los artistas islas pequeñas construidas sin dependencia alguna por
contextos continentales. Estos territorios llamados laboratorios y demás
escenarios de enunciación representan aislamientos programáticos donde la
creación prospera en condiciones de individuación.
La isla de mundo resuelta como espacio vital en la obra de
Mauricio Porras habla de sueños de hombres quienes decidieron tener consciencia
de su capacidad de separación, pero intensamente conectados con el flujo
regular de la vida corriente de los otros, porque son prototipos a su medida de
lo que se ha dejado y que ahora se encuentra rodeado por una especie de nuevo
río océano. Las aguas de su corriente protegen la exquisita ecúmene conformada
por una reunión de flora, fauna individual, estructuras de lo interior, colores
disangélicos y figuras.
El alimento figurativo de la obra de Porras nada tiene que
ver con el reconocimiento de la forma o la envoltura del objeto, sino que establece
un acercamiento post- metafórico ya que la figura mantiene su representación,
pero como clímax de compromisos con mandos espirituales dados en la experiencia
de ese rico invernadero nutrido por la atmósfera decisiva del derecho al
aislamiento de la interconexión. En ese sentido, la inteligencia plástica de
sus obras negocia entre las formas figurativas del interior con las
aportaciones provenientes de las masas de demás ínsulas o bien de tierra firme.
Lo convulso de su propuesta, que tanto arrastra, tiene que ver con la capacidad
de contener diferentes biosferas con múltiples orígenes, las cuales se engendran
en planos de intelectualidad emparentadas con procesos ritualistas,
sacramentales o de naturaleza circundante.
Algo similar ocurre con la presencia inefable de la
fascinación por la linealidad, el equilibrio de pesos y las superficies
recortadas. Sus pinturas geometrizantes se alejan de abstracciones seudo conceptuales,
así como de composiciones de juegos de opuestos con diversos matices y direccionalidades.
De hecho, no podemos comprender la situación geométrica como nostalgia exigua
de formas constructivistas, sino como formulaciones cargadas de estratos
organicistas en medio de un paisaje recorrido. Es decir, una verdadera
geometría del uso, un uso de sí pero también con la consciencia de un uso de
mundo, ya que su sistema creativo funciona como un marco que separa la obra del
contexto circundante, porque toda ella medularmente habla de estar en casa.
Oscar Salamanca
OBRAS