Mario Damill, las cortaderas |
Si se puede abordar la “inmodernidad” desde un borde del campo, desde un córner, lo hago aquí a partir de la confesión de un desliz: la pintura de las cortaderas no fue hecha al aire libre, sino a partir de una fotografía. Estuve en el lugar, vi las cortaderas inclinarse ante el viento, miré la escena con curiosidad y detenimiento, pero trabajé luego en el taller a través de la imagen de una cámara. Tropiezo en mi inmodernidad, quizás.
Hay quien piensa que la fotografía es un engaño, pero en cierto modo, y disculpas por el lugar común, todo el arte lo es. El pintor, por ejemplo, crea una suerte de realidad sustituta sobre la que gobierna, ejerce sus propias reglas como monarca, somete esa “realidad” a experimentos a los que la realidad real escaparía. Al menos a veces uno cree que es así, pero eso también es un engaño. Cualquier pintor sabe que a veces los materiales, los colores, las formas, se rebelan de manera indomable y dejan de obedecer. No es raro que, frente a esas rebeliones de las cosas, la mejor estrategia sea la de abandonar la actitud monárquica y, al contrario, tratar de entender la lógica de esas mismas cosas y subordinarse a ella, interpretándola (y quien sabe deseando que los materiales en rebelión sean expresión de algo más, de un misterio que secretamente los manipula y así se nos manifiesta).
Pero volvamos a la foto de un paisaje. Supone ya un recorte de lo que se ve, que simplifica muchísimo lo observable. Trabajando al aire libre el paisaje no tiene límites, y es como si luchara por escaparse todo el tiempo, desbordando la tela. La foto es un recurso policial que lo captura en una jaula. Podría perdonarse ese artificio porque al fin de cuentas el propio pintor es frecuentemente el fotógrafo y, en consecuencia, en gran parte el recorte le pertenece.
Pero la fotografía trabaja sobre el paisaje de muchas otras formas. Lo aplana, lo simplifica, borra matices, modifica en algún grado los colores. Muestra toda la escena “en foco”, de un modo que la vista humana no logra (para no hablar de la miopía y la presbicia!). Todas o casi todas esas operaciones ocurren en una caja negra, fuera de nuestro control, no son nuestra decisión. Es probable que no estemos de acuerdo con algunas o muchas “decisiones” de la cámara, que no coincidan con lo que haríamos nosotros.
Una de las operaciones principales que debe ejecutar un pintor de paisaje al aire libre es simplificar. Elegir qué quiere suprimir, qué cabe atenuar, qué destacar, para no perderse en la infinitud de detalles de lo real y en cambio, convertir lo que ve en algo propio, en su expresión. La fotografía hace también esas tareas pero como las haría un robot, no es el espíritu del pintor el que elige.
Por ende, si un inmoderno se ve en las circunstancias de pintar un paisaje a partir de una imagen capturada por la cámara, se enfrenta a operaciones que son en cierta forma inversas a las de quien lo hace al aire libre. Se guía por la imagen simplificada, achatada por la captura del aparato, pero si quiere que su espíritu esté allí, y no el alma fría del robot, tiene que retornar a la complejidad de lo real, reconstruirla inventándola a partir de ese recorte, con su propia imaginación, antes de simplificarla de nuevo.
Salir a pintar al aire libre es un gesto inmoderno que apruebo y comparto. ¿Insuflar aire libre en una imagen impresa en papel lo será también, en cierta medida? Espero que sí. En todo caso el pecado y la confesión ya están hechos, y el pecador, identificado.
Mario Damill
Buenos Aires, 23 de setiembre
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