Que el arte usualmente se asuma como
operaciones matemáticas simples representadas en adiciones o sustracciones es
algo que salta a la vista. En el arte los creadores se sienten libres de
introducir o eliminar elementos dentro de complejas operaciones conceptuales
mediadas por sistemas, sentimientos y maneras de hacer.
El artista suma con profundo sentido
religioso porque su intención consiste en volver a unir cuidadosamente aspectos
que se resisten a la presión contemporánea impuesta por la fragmentación como
aquella gran tradición heredada de la modernidad.
Cuando suma con base en adiciones
dubitativas de igual manera sustrae para evitar el peso gravitacional de la
línea de tierra, pero también la gravedad condicionada de las cosas
provenientes de la cotidianidad.
Nos encontramos en una época marcada por
juegos de oposiciones en diferentes direcciones, lo débil se opone a lo fuerte,
lo pesado a lo liviano, la velocidad a lo despacioso y como resultado no nos
queda otro camino que la experiencia.
Con cada obra de arte el espectador
desprevenido se enfrenta a líneas tensionantes las cuales le exigen en su
trasegar respuestas de corto y largo alcance, algunas de ellas logran continuar
su proceso obrador en sí mismo, es decir, crean transformaciones donde por lo
general uno como parte del juego relacional sigue quitando y poniendo en
múltiples posibilidades, diría yo, hasta la obsesión, hasta la idea fija.
La obra de arte cuando es significativa
construye dentro de nosotros aquella angustia que nos impulsa a seguir tras la
huella, insistir intentando dar en la diana, tanto así, que cada fallo se
presenta como una nueva oportunidad de lanzamiento.
Sumar y restar desde el arte fortalece la
idea increíble del proyecto como aparato de pensamiento regenerador, con el
cual lanzamos piedras cada vez más lejos con la intención de traspasar tiempos
históricos a través de la fuerza propia de la idea o el mensaje epistolar. El
artista a la final con su obra va colocando timbres y sellos producto de su
energía en clave de apostilla, certificado de su laboratorio matemático en
imagen.
La obra de Juan Carlos Salcedo expuesta
en el Muro Líquido (noviembre – diciembre 2014) instaura lo invertido entendido
como negación a la regularidad al tiempo, pero también al recorrido y si se me
pide más, diría a la linealidad inscrita en cierto tipo de belleza.
Veamos, el tiempo surge como un reloj
cuyas manijas corren en sentido inverso, una acción de retraso cargada de
nostalgia hasta las lagrimas, ya que nos devuelve en el tiempo sin caducidad
para ofrendar nuevos espacios de comunión. Ese extraño aparato de medición
contiene una pintura muy cercana a las impresionantes cargas de aquel Van Gogh dedicado a estudiar la geometría de
lo natural.
El montaje proporciona lecturas concatenadas,
es decir, sugieren estadios constructivos para dar como resultado un terrible
autorretrato madona con niño; cada elemento ha sido organizado como pasos a
seguir entre los cuales no es posible retroceso alguno, desviación en el
camino. Cuando intuimos la trampa procesional ya es demasiado tarde, el tiempo
ha pasado, hemos perdido minutos valiosos, entonces todo se da en la
continuidad, acabar el recorrido, terminar enfrentados a las naturalezas
anónimas y monstruosas de aquellos personajes del rechazo: padre asesino y niño
blasfemia, donde lo bello sublime no cabe dentro de los discursos actuales.
El artista explosiona la belleza desde su
interior convulsionado y de nuevo miles de piezas de recorte han quedado
esparcidas a la espera de nuevas operaciones matemáticas de comprensión.
PhD Oscar Salamanca /diciembre 2014.
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