Con los
trazos firmes de una gubia o la mordaza del ácido mordiendo la placa o el rasgo
incesante de una línea sobre superficies carcomidas de temporalidad, se inicia
el proceso de construcción con sustancia espiritual que muchos hemos venido
configurando como el lugar del hacer del arte basado en la pregunta ¿Qué hacer?
Aparece
la técnica como un retorno al cuidado en la forma, en la estructura y en la
emancipación del ser, ya que se presenta como un término que, junto a la
estrategia y el deseo, se convierten en conceptos fundamentales del presente
siglo, porque evocan los tres cuerpos, técnica, estrategia y ansia, esa
espiritualidad artística convertida en historia de quién o qué elemento accede
a la programación por la transformación de mundo.
Según lo
anterior, las piezas de arte se comportan como razias debido a que incursionan
en territorios adversos con ánimos saqueadores. Cada obra de arte roba,
destruye y expolia la territorialidad enemiga desde su propia concepción de
arte, porque el arte es soberano en el sentido que designa escuetamente y de
forma nominal el objetivo al cual apunta.
Cada vez
más surgen nuevos objetivos y nuevas razias porque estamos cansados de una
sumisión del espíritu del arte a los efectos resistentes de lo real,
oposiciones personales en el siguiente orden: a) el arte no funciona con la
lógica de la investigación cientificista pues no surge de problemas, solo
actitudes que causan dificultades; b) no hay hechos, solo gente que sabotea y
que ágilmente se ocultan tras las espaldas del mundo del arte. Con todo vamos
camino a la objetividad.
La
técnica parecería ser un amok visto como un síndrome cultural, es decir,
experimentar técnicamente una súbita explosión de obras con sentido
autorreforzante. En este orden de ideas, entiendo la técnica desde la
modernidad en una constante renovación de energías, las cuales proporcionan de
lo creado inmediatamente anterior la marcha hacia la siguiente obra, una
organización desde el ejercicio inmersivo (ir y volver con algo, no ir
simplemente).
Los
trabajos de Guadalupe Rosas pertenecen a un círculo virtuoso donde, gracias a
la capacidad por interpretar su propia producción, intensifica la nueva
vanguardia desde un uso del artificio cada vez más elevado en rigor hacia la
maestría. Con obras de grabado y dibujo, medios sin épocas concretas, se
presenta la artista en un escenario convulso de la posmodernidad, con el
convencimiento que el presupuesto de lo moderno no se puede ocultar, ya que se
encuentra ahí, sino que significa una respuesta endoética.
En sus
trabajos seriados la respuesta apunta a una ética del disfrute estético porque
no encuentra ningún impulso de imposición, no existen reglas, ni mandamientos,
generan imágenes que rebosan y trasgreden conscientemente discursos de un
sistema automodificable, quizá dependiente de un contexto: nostalgia del gran
arte o deuda de los grandes discursos. Bajo soluciones figurativas expone
desnudos femeninos activados por el voyeur, a partir de funciones utópicas del
placer, acríticos pues no son suficientemente autónomos, pero sí deudores de un
carácter historicista y por ende marginal.
La
artista de manera inteligente se descentra del yo estratégico porque reconoce
en su hacer que el arte es una técnica de descentramiento. Anuncia el cuerpo
femenino desde alusiones seudo fantásticas y alegóricas, hieráticas si se
quiere, pero siempre en perspectiva Sóter desde un proyecto iniciático de la
cariátide o la venus carente de sujeto, con plena intensidad puesta en el claro
oscuro, el fraccionamiento sin tragedia y la enunciación matrística del formato
nido.
El arte
es hoy discurso, un campo que se caracteriza por ser contradictorio,
conflictivo e inestable. Las respuestas de ese territorio
artístico responden a sus propias manifestaciones teóricas. En esa plataforma,
las obras de Guadalupe Rosas proponen cierto hálito de sublimidad y autonomía,
pero al mismo tiempo un deseo de transfiguración, no del objeto ni de las cosas
corrientes como lo propuso Arthur Danto, pero sí como un análisis de la cultura
de la imagen que hace de la mujer un objeto especifico del arte sin mitología
hacia la posibilidad de su representación con función utópica, especialmente
porque opera desde una función poetizada así como romantizada, toda una
estetización de la vida completa.
Oscar Salamanca
Aguafuerte y aguatinta 74 X 80 cm.